El mito de Apolo y Dafne
La eterna lucha entre débiles y poderosos.
Apolo, en su continua soberbia, no tiene mejor idea que humillar y desafiar al irascible Cupido.
Apolo, uno de los más importantes dioses olímpicos, reconocido como patrón de la luz, del sol, de la verdad y la profecía, del tiro con arco, de la medicina y la curación, de la música, la poesía y las artes, como gran cazador, quiso matar a la temible serpiente Pitón que se escondía en el monte Parnaso. Habiéndola herido con sus flechas, la siguió, moribunda, en su huida hacía el templo de Delfos. Allí acabó con ella mediante varios disparos de sus flechas.
Apolo, orgulloso de la victoria conseguida sobre la serpiente Pitón, se cruzó con el joven Dios del amor Eros (hoy conocido como Cupido), y en su habitual soberbia no tuvo mejor idea que burlarse de él por llevar arco y flechas siendo tan niño: “¿Qué haces, joven afeminado con esas armas? le dijo.
Sólo mis hombros son dignos de llevarlas. Acabo de matar a la serpiente Pitón, cuyo enorme cuerpo cubría muchos metros de tierra. Confórmate con que tus flechas hieran a la gente enamoradiza y no quieras competir conmigo.
El irascible Eros tomó dos flechas, una de oro con la punta de diamante, y otra de hierro con la punta revestida con plomo. La de oro incitaba el amor, la de hierro incitaba el odio.
Con la flecha de hierro disparó a la hermosa ninfa Dafne, y con la de oro disparó a Apolo en el corazón. Apolo de inmediato se inflamó de pasión por Dafne, y en cambio ella lo aborreció.
Apolo persiguió obsesivamente por toda la comarca a Dafne, pero cuando iba a darle alcance, Daphne pidió ayuda a su padre, el Dios Río, el cual la transformó en árbol de laurel.
Apenas había concluido la súplica, todos los miembros se le entorpecen, sus entrañas se cubren de una tierna corteza, los cabellos se convierten en hojas, los brazos en ramas, los pies, que eran antes tan ligeros, se transforman en retorcidas raíces, quedando de Dafne sólo su antigua belleza.
Este nuevo árbol es, no obstante, el objeto del enfermizo amor de Apolo (culpa de la certera flecha del joven Dios Eros), y puesta su mano derecha en el tronco, advierte que aún palpita el corazón de su amada dentro de la nueva corteza, y abrazando las ramas como miembros de su cariño, besa aquel árbol que parece hasta rechazar sus besos.
Por último, con todo el dolor de su corazón le dice… “Viendo que ya no puedes ser mi esposa, al menos serás un árbol consagrado a mi deidad. Mis cabellos, mi lira y mi aljaba se adornarán de laureles. Tú ceñirás las sienes de los alegres capitanes cuando el alborozo publique su triunfo y suban al capitolio con los despojos que hayan ganado a sus enemigos. Serás fidelísima guardia de las puertas de los emperadores, cubriendo con tus ramas la encina que está en medio, y así como mis cabellos se conservan en su estado juvenil, tus hojas permanecerán siempre verdes”.
Así, de la enfermiza obsesión de Apolo surge la universal y milenaria costumbre de coronar de laureles a los victoriosos ganadores de los más diversas confrontaciones del mundo.
Apolo, orgulloso de la victoria conseguida sobre la serpiente Pitón, se cruzó con el joven Dios del amor Eros (hoy conocido como Cupido), y en su habitual soberbia no tuvo mejor idea que burlarse de él por llevar arco y flechas siendo tan niño: “¿Qué haces, joven afeminado con esas armas? le dijo.
Sólo mis hombros son dignos de llevarlas. Acabo de matar a la serpiente Pitón, cuyo enorme cuerpo cubría muchos metros de tierra. Confórmate con que tus flechas hieran a la gente enamoradiza y no quieras competir conmigo. El irascible Eros tomó dos flechas, una de oro con la punta de diamante, y otra de hierro con la punta revestida con plomo. La de oro incitaba el amor, la de hierro incitaba el odio.
Con la flecha de hierro disparó a la hermosa ninfa Dafne, y con la de oro disparó a Apolo en el corazón. Apolo de inmediato se inflamó de pasión por Dafne, y en cambio ella lo aborreció. Apolo persiguió obsesivamente por toda la comarca a Dafne, pero cuando iba a darle alcance, Daphne pidió ayuda a su padre, el Dios Río, el cual la transformó en árbol de laurel.
Apenas había concluido la súplica, todos los miembros se le entorpecen, sus entrañas se cubren de una tierna corteza, los cabellos se convierten en hojas, los brazos en ramas, los pies, que eran antes tan ligeros, se transforman en retorcidas raíces, quedando de Dafne sólo su antigua belleza.
Este nuevo árbol es, no obstante, el objeto del enfermizo amor de Apolo (culpa de la certera flecha del joven Dios Eros), y puesta su mano derecha en el tronco, advierte que aún palpita el corazón de su amada dentro de la nueva corteza, y abrazando las ramas como miembros de su cariño, besa aquel árbol que parece hasta rechazar sus besos.
Por último, con todo el dolor de su corazón le dice… “Viendo que ya no puedes ser mi esposa, al menos serás un árbol consagrado a mi deidad. Mis cabellos, mi lira y mi aljaba se adornarán de laureles. Tú ceñirás las sienes de los alegres capitanes cuando el alborozo publique su triunfo y suban al capitolio con los despojos que hayan ganado a sus enemigos. Serás fidelísima guardia de las puertas de los emperadores, cubriendo con tus ramas la encina que está en medio, y así como mis cabellos se conservan en su estado juvenil, tus hojas permanecerán siempre verdes”.
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