Del hambre a la obesidad
Si como dice la filosofía oriental, en los extremos los opuestos se unen, el hambre y la obesidad terminan siendo dos caras de un mismo espejo
Hurgando en el complejo objetivo de desentrañar los mecanismos del hambre y sus conductas, podemos aseverar que la evolución humana estuvo signada, desde los albores mismos de su origen, por el fantasma permanente del hambre crónica y la imperiosa necesidad de supervivencia ante este universal flagelo.
La urgencia por proveerse del sustento mínimo necesario pudo haber sido razón suficiente para hacer bajar al mono del seguro refugio de sus tupidos árboles empujándolo a comenzar en las llanuras, pantanos y sabanas su largo y tortuoso sendero de homínido.
Esa misma necesidad de alimento fue la que movió al humano moderno hacia la inconmensurable y titánica odisea de poblar al mundo con su especie.
Esa misma dolorosa sensación de hambre que fustigó durante milenios a pueblos enteros, fue el motor que desencadenó guerras y revoluciones, alentó conquistas y descubrimientos, e hizo más evidente la eterna diferencia entre “el que puede” y el que simplemente “quiere y no llega a poder”. Con más de medio mundo alimentado adecuadamente, los albores del nuevo milenio encuentran al ser humano luchando por no “comer de más”, antes que por no morir de hambre.
¡Que ironía del destino!, miles de años penando para poder comer, y cuando logramos hacerlo debemos volver a pasar hambre para no morir por el exceso.
Esto nos retrotrae a la ancestral enseñanza de la filosofía oriental... En los extremos, los opuestos se unen. Esto es tan cierto como que el frío en extremo llega a quemar, o que el calor en extremo (fiebre) provoca frío (escalofríos).
Seguramente todo esto debe ser parte de nuestras habituales e incomprendidas dualidades... La mitad del mundo sin comida, la mitad del mundo obesa.
Con las enfermedades por “exceso” acorralando la salud y la calidad de vida, podemos unir nuestros opuestos alimentarios y parafrasear que: Para llegar a no morirnos de hambre hicimos tanto esfuerzo que, debemos pasar hambre para no morirnos de obesidad... ¡Qué poco humano es ser humano!
Siempre que hay conocimiento de causa es más fácil encarar una lucha; En el caso de los desórdenes del peso este axioma cobra mayor valor si pensamos que cada uno de nosotros, con su limitada experiencia de vida (sea de 20, 40 o 60 años), debe luchar contra doscientos mil años de humano moderno, cuatro millones de años de homínido, treinta millones de años de primates y tres mil quinientos millones de años de organismos vivientes sobre el planeta.
Nuestra lucha es obligar a perder peso, que en última instancia son reservas de vida, a un organismo que a lo largo de esos tres mil quinientos millones de años recibió el eterno mensaje… Guardar para sobrevivir”.
Las limitadas armas con que podemos contar, algo de motivación, un poco de voluntad y mucho de disgusto por estar “gordos”, parecen simples piedras contra los numerosos sistemas de defensa que puede alistar nuestra sabia y eterna contrincante: La naturaleza.
La urgencia por proveerse del sustento mínimo necesario pudo haber sido razón suficiente para hacer bajar al mono del seguro refugio de sus tupidos árboles empujándolo a comenzar en las llanuras, pantanos y sabanas su largo y tortuoso sendero de homínido. Esa misma necesidad de alimento fue la que movió al humano moderno hacia la inconmensurable y titánica odisea de poblar al mundo con su especie.
Esa misma dolorosa sensación de hambre que fustigó durante milenios a pueblos enteros, fue el motor que desencadenó guerras y revoluciones, alentó conquistas y descubrimientos, e hizo más evidente la eterna diferencia entre “el que puede” y el que simplemente “quiere y no llega a poder”. Con más de medio mundo alimentado adecuadamente, los albores del nuevo milenio encuentran al ser humano luchando por no “comer de más”, antes que por no morir de hambre. ¡Que ironía del destino!, miles de años penando para poder comer, y cuando logramos hacerlo debemos volver a pasar hambre para no morir por el exceso.
Esto nos retrotrae a la ancestral enseñanza de la filosofía oriental... En los extremos, los opuestos se unen. Esto es tan cierto como que el frío en extremo llega a quemar, o que el calor en extremo (fiebre) provoca frío (escalofríos). Seguramente todo esto debe ser parte de nuestras habituales e incomprendidas dualidades... La mitad del mundo sin comida, la mitad del mundo obesa.
Con las enfermedades por “exceso” acorralando la salud y la calidad de vida, podemos unir nuestros opuestos alimentarios y parafrasear que: Para llegar a no morirnos de hambre hicimos tanto esfuerzo que, debemos pasar hambre para no morirnos de obesidad... ¡Qué poco humano es ser humano!
Siempre que hay conocimiento de causa es más fácil encarar una lucha; En el caso de los desórdenes del peso este axioma cobra mayor valor si pensamos que cada uno de nosotros, con su limitada experiencia de vida (sea de 20, 40 o 60 años), debe luchar contra doscientos mil años de humano moderno, cuatro millones de años de homínido, treinta millones de años de primates y tres mil quinientos millones de años de organismos vivientes sobre el planeta.
Nuestra lucha es obligar a perder peso, que en última instancia son reservas de vida, a un organismo que a lo largo de esos tres mil quinientos millones de años recibió el eterno mensaje… Guardar para sobrevivir”. Las limitadas armas con que podemos contar, algo de motivación, un poco de voluntad y mucho de disgusto por estar “gordos”, parecen simples piedras contra los numerosos sistemas de defensa que puede alistar nuestra sabia y eterna contrincante: La naturaleza.
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